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Accidentales (Lemans)

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Mensaje por Plenilunio Mar Ene 05, 2010 3:00 pm

Rebuscando en el disco duro de mi Leocadio me he dado cuenta de que tengo fics de "Cuenta atrás" sin subir aquí. Este lo escribí nada más ver "Antigua fábrica de cerveza", así que no cuadra con lo que sigue de la serie, se siente. El título sale de "Accidental babies", de Damien Rice, que me parece una canción tanto Lemans como Corleone, según se mire y que podéis oír y leer aquí. Espero que os guste


Accidentales
La melodía del silencio resonaba con su falta de sonidos en el coche mientras Leo conducía de vuelta a comisaría. Era una soga que se le ceñía al cuello, una losa que la arrastraba al lecho de una laguna negra que no le dejaba ver la luz del sol. Ni siquiera el tictac de un reloj ni el murmullo de una radio de fondo. Solo el ronroneo del motor. Y silencio. Un silencio asfixiante.

Junto a ella, Mario llevaba los ojos abiertos como quien podría tenerlos cerrados. Estaban fijos en un punto del infinito que ni siquiera él veía ni le importaba no ver. No, estaba demasiado ocupado pensando, paladeando la sonrisa de Leo, su “te quiero mucho y te necesito”. Lo saboreaba, lo desmenuzaba y le sacaba el jugo. Y le sabía dulce. Pero a la vez muy amargo al saberla junto a él y sentirla más lejana que nunca. Nada queda más lejos de tu mano que cuando lo acabas de dejar escapar. O de soltar, tal vez.

Leo le miró de soslayo. De camino a la fábrica de cerveza también iban en silencio, pero no era tan tajante ni importaba tanto. Rodaba rápido para llegar cuanto antes y detener la pelea. Y secretamente se había deleitado al decir “estamos a cuatro minutos”, incluyendo para sí un nosotros implícito que ahora no veía por ningún sitio. En su lugar solo encontró dos palabras: lo siento.

—Mario—se atrevió por fin a hablar. Y la voz le salió extraña, ronca, como de persona recién levantada. Carraspeó para aclararse la garganta y le vio respirar hondo. Fue la única muestra que dio de haberla oído—. Mario, estaba pensando que tal vez luego, tú y yo podríamos… ir a algún sitio… y hacer algo, no sé.
—Hacer algo—repitió él en tono distraído un instante antes de que sus ojos se tiñeran de una furia renovada al recordar otra frase: no ha pasado nada. Giró la cabeza bruscamente y la miró—. ¿Como qué, Leo? ¿Qué quieres que hagamos tú y yo? Tú y yo, no nosotros.
—No lo sé—admitió con un suspiro de derrota—. No lo sé, Mario, no lo sé.

“Pero esto no puede quedar así”, pensó y estuvo a punto de añadir. Si se calló fue porque hablaba más para sí misma que para él. Pero no podía dejar que las cosas terminasen de ese modo. O tal vez sí, tal vez es lo que debería hacer, aceptar que ya no había nada que hacer. Dejar a Mario marchar, aceptar que nunca debieron haber empezado e intentar no llorar al decirle adiós.

No se dijeron nada más en lo que restaba de día. En ocasiones Leo buscaba su mirada, pero pocas veces lograba dar con ella. Y cuando lo hacía, solo conseguía encontrar siempre el mismo resentimiento sordo y áspero contra el que se golpeaba una y otra vez como si de un muro infranqueable se tratase. Pero era una chica testaruda. Se iría contra él una y otra vez hasta que el muro terminase por comprender que debía rendirse. No podía ser de otro modo.

Mario la evitaba conscientemente. Rellenaba informes de manera mecánica y trataba de no apartar la cabeza de la pantalla. No podía soportar verla tan cerca y saber que la había perdido. Tenerla a su lado le recordaba por qué “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” era desde hacía tanto su poema favorito. Y en particular dos de aquellos versos le apuñalaban como dagas. Yo la quise, y a veces ella también me quiso. […] De otro, será de otro. Como antes de mis besos.

Cuando a ambos se les acabaron las excusas para continuar en la oficina, decidieron marcharse. Los demás ya se habían ido. Consciente o inconscientemente les habían dejado a solas. Y en silencio. En silencio y a solas también bajaron en el ascensor. A solas y en silencio hasta que Leo decidió nuevamente intentar hablar con él, recomponer lo que parecía tan hecho pedacitos que era mejor pasar por encima y rezar para que las pequeñas esquirlas de porcelana gris no se clavaran en sus pies al pisarlas.

—Mario—comenzó con voz suave—, ¿podemos hablar un momento?
—Ya no hay nada de lo que hablar, Leo—le espetó con dureza y se detestó por ello. Nada le apetecía más en ese momento que enroscar los brazos alrededor de su cintura y sentirla contra su pecho. Pero en lugar de eso, lo único que podía hacer era mirarla y llenarse de resentimiento.
—Pero… yo te quiero, Mario—Mario suspiró y sacudió la cabeza. Ya era tarde.
—No como yo a ti. Lo has intentado, sé que te has esforzado, que querías quererme y estar conmigo. Pero no ha funcionado. Acéptalo, Leo, esto se ha terminado.
—No—musitó casi sin voz—. No, no te rindas.
—Por favor, Leo. ¿Para qué? Dime, ¿qué sentido tiene?
—No me dejes.

Cerró los ojos para no echarse a llorar aunque notaba las lágrimas quemarle por debajo de los párpados. Lo había dicho. Había dicho esas tres palabras malditas que se había jurado que nunca le diría a un tío. No habría servido de nada decírselas a ninguno, no de los que a ella le gustaban. De esos que tanto la atraían aunque siempre supiera que terminarían haciéndole daño. Pero Mario no era de esos. Mario era distinto. Decírselas a él sí merecía la pena. Se irguió y le miró a los ojos. Avanzó hacia él hasta que sus cuerpos casi se tocaban y colocó sus manos en las caderas de Mario.

—Por favor, no me dejes—repitió por mucho que la mujer fuerte e independiente dentro de sí le bramase con furia que estaba loca.
—No te estoy dejando. Es solo que no quiero que estés conmigo por pena, ni porque soy bueno o porque te convengo. Así no funciona, Leo. Quiero que tú me quieras y sé que no vas a poder, que ya lo has intentado y no nos ha servido de nada. Solo hemos conseguido hacernos daño—Sacudió la cabeza y resopló con frustración—. En el fondo la culpa es mía. Tendría que haberme dado cuenta mucho antes.
—Pero… Mario, escucha…—“Escucha, ¿qué?”, se burló de sí misma. No sabía cómo continuar, lo único que sabía era que no podía dejarle marchar o se le iría para siempre—Cuando… Santos… Si te hubiera pasado algo, no habría sabido qué hacer.
—Eso me dijo Corso, que lo habías pasado mal—comentó con un tono de “se ha quedado buena tarde”, el cual se reprochó a sí mismo en cuanto habló. Aun así, no podía evitar seguir siendo duro con ella, como si compartiendo su miseria fuera a sentirse mejor. Como si haciéndole daño su propio dolor fuera a cesar o al menos a mitigarse—. Fue cuando estabas en Miami, cuando te dije que te quería y encontraste el modo de no responderme—Agachó la cabeza. Eso había estado de más—. Lo siento, ha sido un golpe bajo. Perdóname.
—Sí.

Se produjo una pausa que ninguno de ellos supo rellenar de contenido. Estaban allí, mirándose sin verse. Juntos pero separados. Marchándose pero incapaces de irse. Vencidos pero incapaces de admitir la derrota. Leo quería seguir luchando. Mario no se sentía con energías para tirar la toalla. Sabía que en el momento en que la arrojase, se sentiría culpable y cobarde y por eso aún la asía con fuerza. Tal vez, se dijo, debería dejarla caer sin más. Y quizá entonces Leo la recogería como si de un guante se tratase.

—Sí—repitió Leo.
—¿Sí qué?
—La respuesta a tu pregunta es sí. Sí, no he dejado de querer a Corso.
—Lo sé. Solo quería oírtelo para poder marcharme de una vez sin dudas. Pensé que me dolería cuando me lo dijeras, pero la verdad es que…—Hizo un gesto vago y contrariado—No me duele. Pero me siento vacío.
—No digas eso. Dios, Mario, no podemos acabar así.
—Ya es tarde, Leo. Es mejor que dejemos de darle vueltas. Te dejo libre, vete con Corso, él te necesita más que yo.
—¿Qué? Pero… No ha pasado nada entre nosotros. Nada, ¿entiendes?
—Eso ya es lo de menos. Adiós, Leo. Nos vemos mañana en la oficina.

Retrocedió un paso sin dejar de mirarla. Se le hacía tan duro apartar los ojos de ella. Pero debía marcharse. No podía quedarse allí y continuar sacando trapos sucios. Lo único que conseguirían sería hacerse más daño, terminar perdiéndose el respeto. Entonces sí que acabarían mal. Ahora, lo sabía, le dolería verla en el trabajo, pero sería soportable. Por eso supo que lo mejor era alejarse y no continuar postergando la inevitable despedida. Lo suyo estaba ya muerto desde antes de comenzar. Lo había visto terminando ante sus ojos sin que hubiera empezado y se reprochó su ceguera y su obcecación. Sí, lo mejor era irse.

Sería un moñas, pero no un iluso. Sabía que aquello era como tener la pierna rota: dolor intenso, hinchazón e incapacidad para moverse. Pero sanaría. Soldaría y dejaría de doler. Volvería a caminar, a correr, bailar y hacer deportes, primero solo y luego, quizá más adelante, acompañado. Y el único recuerdo de la fractura serían una marca en las radiografías y algunas molestias en los días húmedos que le recordasen el dolor pasado. Pero se pondría bien. Ambos se pondrían bien, probablemente Leo antes.

“Ya está. Se va. Se va por mi culpa. Le he perdido”, pensó Leo. Le vio alejarse de camino a su coche y se dijo que no podía dejarle llegar hasta la puerta. En el momento en que se subiera y arrancase el motor, todo habría terminado. Y no podía dejar que eso ocurriera. Siempre era la misma historia, no le culpaba por haberse hartado. Tensaba la cuerda una y otra vez. Una y otra vez, como si quisiera comprobar su resistencia. Solo cuando estaba a punto de perderle por un motivo u otro se daba cuenta de que de verdad le quería. No como a Corso, pero sí de otro modo. Le quería. Quería a Mario. Y que la partiese un rayo allí mismo si iba a dejarle escapar sabiéndolo.

Corrió hasta él y logró interceptarle justo cuando separaba la puerta de su marco. Mario se giró y la miró con una dosis considerable de incredulidad. Llevaba los dientes apretados y los ojos húmedos, pero logró recomponer su apariencia lo bastante como para que Leo no le viera llorar. No quería empeorar la situación ni que se sintiera más culpable por no poder quererle. No era culpa de ella, no podía obligarla a sentir nada por él, mucho menos algo tan grande y tan intenso.

—Leo, por favor.
—Por favor, ¿qué? No te vayas.
—¿Y qué gano quedándome? ¿De qué nos serviría ya? ¿No te das cuenta de que esto es ridículo? No podemos estar así, yo ya no puedo. Estoy cansado, Leo. Si tienes dudas, aclárate, pero deja de jugar conmigo. ¿Qué quieres de mí? ¿Me lo puedes decir? Porque yo no lo sé.

Leo bajó la cabeza. Se sentía pequeña y absurda, rogándole que se quedase cuando hacía mucho que se le habían acabado los argumentos para convencerle. Tenía razón. Pero no iba a rendirse. Era una luchadora, no iba a dejarle marchar si sabía que todavía había una posibilidad, por pequeña que fuera. Lo complicado ahora era hacérselo ver a Mario, conseguir que recuperase la fe en ella. Y en el nosotros que componían los dos.

—¿Qué quieres, Leo?—insistió él con brusquedad y ya sin paciencia. Leo le miró a los ojos con firmeza. Por fin tenía la respuesta correcta a su pregunta.
—A ti.
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Mensaje por Vyra Miér Ene 06, 2010 12:38 am

Ains madre que chicos! parecen el perro del Hortelano
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Mensaje por Plenilunio Miér Ene 06, 2010 12:48 pm

Es que en la serie eran así de cansinos. Solo faltaba que cada vez que aparecían en escena sonase de fondo "Desátame", de Mónica Naranjo...
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